"La gente no busca razones para hacer lo que quiere, busca excusas"
William Somerset


14.12.07

BEOWULF Y LA BATALLA FINAL

Cuando habían pasado cincuenta inviernos y la cabeza del monarca de los godos estaba ya cubierta de nieve, quiso el Destino que el héroe luchase en un nuevo combate, que había de ser la batalla final de su vida. La leyenda cuenta como sigue:

Cierto hombre que no era bien visto en la corte y que se esforzaba por hacerse agradable a su señor, le ofreció un día una copa de oro adornada con piedras maravillosas.

Interrogando severamente acerca de la procedencia de la copa, acabó por confesar el robo: la había sustraído de una cueva, en el bosque, mientras el guardián dormía.

El guardián era un enorme dragón. Éste fue una vez un retoño de una antigua raza de monstruos, un nieto de los gigantes prehistóricos, el único que quedaba de la especie a los que en tiempos castigó Donar.


Solo, y temeroso de igual fin, recogió todas las riquezas, todo el tesoro de oro de los gigantes, lo amontonó y, por medio de un encanto, convirtiese en dragón ocultándose en aquella cueva de la que el ladrón había sustraído la copa.

Y no fue eso lo único, sino que, habiendo observado la hora en que dormía el guardián, volvió de nuevo y robó, y sólo mostró parte de su botín, pues el resto lo había ocultado.

Los guerreros que lo vieron instaban a su señor a que se apoderase de todo el tesoro.

Pero a Beowulf no le importaban las riquezas, le repugnaba el robo, y castigó al ladrón.

Entre tanto, la bestia había notado que el oro desaparecía y husmeando, advirtió que un extraño había entrado en la cueva mientras él dormía.

El dragón, enfurecido, sintió que su pecho se enardecía y, lanzándose a través de los campos y pueblos, esparció el terror y la muerte por doquier, sembrando de desolación todos aquellos lugares por los que pasaba.

Un gran clamor de lamentos se alzaba, una tremenda desgracia había caído sobre la tierra de los godos.

Los súbditos acudían en tropel a quejarse a Beowulf y a rogarle que los librase del monstruo.

Los guerreros temblaban y Beowulf habló en los siguientes términos:


-Ha llegado el momento de ir a la cueva a buscar al dragón; yo lucharé contra el guardián del tesoro.

Con doce hombres y con el ladrón como guía, se dirigiesen al lugar.

Cuando hubieron llegado ya cerca, se sentó un momento el anciano héroe junto a la roca, con el animo entristecido.

No era el miedo lo que abatía al vencedor de Grendel y de la madre de éste, sino un lúgrube presentimiento que le sobrecogía, advirtiéndose de que la muerte estaba cercana y le murmuraba:

-Despídete de tus Hermanos.

Así lo hizo.

Poco después se levantó para dirigirse con paso rápido al muro de piedra en el que se abría la cueva.

De las profundidades de la caverna salió una nube de fuego.

Todo el monte pareció incendiarse. Beowulf sintió ardientes quemaduras, su pelo se chamuscó debajo del yelmo.

Quedó cegado por las llamas, pero Beowulf no se arredró por ello, sino que llamó con voz fuerte al enemigo, provocándole al combate.


El dragón oyó la llamada y, envuelto en una nube de fuego, resoplando, salió de las profundidades de su guarida para golpear con sus gigantescos miembros anillados el escudo del héroe, el cuál resistió a pie firme el ataque con el hacha en alto, preparado para
herir, lanzando un golpe que el monstruo pudo esquivar retrocediendo.

Beowulf atacó de nuevo y el gigante echó llamas por la boca arrojándolas contra el escudo, hasta que se puso al rojo y se fundió e incluso la misma coraza del héroe enrojeció, hasta quemarle la piel.

Mas el soberano de los godos todavía pudo lanzar un golpe con el hacha que se escurrió por encima de la pata escamosa del dragón, hiriéndole solo levemente; esto, obviamente, irritó la furia de la bestia.

Las llamas brotaron caudalosamente de sus fauces, chisporroteando las centellas, mientras su aliento emponzoñado hervía.

El viejo guerrero titubeaba ya; si su arma no le ayudaba, estaba perdido.

Más he aquí que de un salto se colocó junto a él, el valiente Wikleif, el hijo de Wigstein, su escudero fiel.

Este no había podido resistir por más tiempo la espera y había gritado a sus compañeros:

-¡Ayudemos a nuestro señor! Él siempre nos ha defendido, ¡y tenemos que corresponderle!
Prefiero mil veces que me consuma el fuego a que muera mi rey.

Los demás vacilaron, pero Wikleif corrió junto a su señor y a través del vapor y de las llamas atacó el dragón.

El monstruo se había ensañado con la coraza de Beowulf y echó el aliento en el rostro de éste, no protegido por el yelmo, ya medio fundido.

Se encontraba indefenso para el combate y, rehaciéndose a la desesperada, dejó un flanco al descubierto al iniciar su postrer ataque.

Recibió un golpe en el costado desprotegido, cayendo vencido.

Reuniendo el último esfuerzo y el definitivo hálito de vida, el anciano Beowulf consiguió partir con su hacha la cabeza del dragón que, retorciéndose bruscamente, cayó muerto casi al instante.

Pero también el héroe había caído, cegado por el pestilente aliento del monstruo. Wikleif se inclinó sobre su rey y señor a tiempo de oírle murmurar:

-Esto es el fin. El fuego me consume, refréscame. Dame agua, me desvanezco.

Rápidamente, el fiel y valeroso escudero buscó agua para rociar con ella la cara del héroe; le despojó de las armas.

-¡Ah-suspiró Beowulf-, cómo desearía dejar estas armas a mi hijo! Ahora parto de este mundo al
oscuro reino de las tinieblas sin dejar sucesor.

¿Quién poseerá el reino que durante cincuenta años defendí de todos sus enemigos? ¡Pronto, corre a la cueva, tráeme los tesoros! Al héroe moribundo le consuela el brillo del botín... ¡Corre y tráeme el tesoro antes de que mis fuerzas desfallezcan, antes de que me
falte la luz! Wikleif partió a cumplir la última orden.

Ayudado por los otros guerreros, fue amontonando las riquezas justo al lado donde yacía Beowulf, quien, al contemplar con ojos turbios tan brillantes y relucientes maravillas, susurró:

-¡Esto es lo que gané para mis hombres!¡La herencia de Beowulf! Que les sirva para la felicidad, a ellos, valientes águilas godas.

A mí elevadme un túmulo a la orilla del mar, en una colina que mire por encima de las olas, que sirva de guía a los navegantes y que lleve por nombre Monte de Beowulf

Los ojos se le velaban. Alargó la mano hacia el cuello de su fiel amigo.

-Eres el último de nuestra estirpe; la muerte se los llevó a todos...Los nobles héroes...

Y su espíritu voló al Valhala.

Los guerreros permanecieron en silencio.


Horas después cavaron una fosa y sobre ella erigieron un túmulo muy alto y visible desde muy lejos, según los últimos deseos del rey.

Y en diez días acabaron la monumental obra, el mayor túmulo que jamás se haya conocido.

En él enterraron también el tesoro, lo mismo que en otros tiempos, cuando el dragón lo guardaba.

Rodearon después, en procesión fúnebre, los doce más nobles guerreros, a caballo, el monumento, entonando un canto en honor del monarca y cantaron sus gestas, alabando sus luchas contra héroes, monstruos y gigantes, como correspondía a una muerte tan heroica
como la suya.


Y todos los pueblos supieron lo sucedido.


Y todos lloraron la muerte del héroe Godo Beowulf.

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