"La gente no busca razones para hacer lo que quiere, busca excusas"
William Somerset


16.1.09

Vos - Lena Paranello

= VOS =

Casi no tengo que inventármelo, acá, tomando café con crema de vainilla a media noche, sin poder dormir, con los ojos abiertos de par en par, pensando todavía en vos. Tengo que sacarte de mi sistema. Así que agarro uno de mis cuadernos, ese que usaba para escribirte cartas, desde la primera que me llegó después de publicar mi primer libro, que no se vendió (puedo jurarlo) más de los ejemplares que adquirieron mis críticos (para darme con un caño) y el tuyo, que dijiste guardar debajo de tu almohada para que te acompañara en tu eterno viaje. Nunca supe a dónde ibas, ni siquiera de dónde venías. Eras un adolescente enérgico. Se notaba por la fuerza rendidora en tu pulso transmitido a tu letra. Te habías escapado de tu casa a los doce años y desde entonces vagabas, con un libro distinto bajo el brazo cada vez y siempre tomándole la mano a tu amante de turno. Eras en mi mente, pequeño y delgado, usabas ropa comprada de segunda mano (u obsequiada como soborno sexual) que te quedaba grande, llevabas el cabello largo (y éste era negro o castaño tirando a oscuro, siempre lacio), tanto que te cubría los ojos (nunca pude imaginarme un color específico, pero todos te quedaban bien), caminabas agachado como un perro al que le hubieran descargado una zurra y a menos que alguien se enamorara a primera vista, eras invisible para todos los seres humanos. Constantemente citabas a Baudelaire en tus cartas, decías tener media nacionalidad francesa o inglesa (creo que sólo te robaste un pasaporte) y vivimos en el viejo mundo simultáneamente. Así y todo, cuando te insinuaba primero y solicitaba después, para vernos, dejabas de escribirme por meses y sólo respondías después de dos cartas mías, enviadas haciendo ojo en el globo terráqueo, con el corazón en un puño, rezando porque lo recibieras. Cambiabas el tema, tenías mucho que contar y me olvidaba por un tiempo, rezagado en la dicha de tener unas palabras dirigidas a tu persona entre los pendientes.
La última vez que recibí un papel firmado con tu nombre de pila (probablemente falso, eras un mentiroso constante y sonante, pero para mí no era difícil separar tus mentiras de las verdades, que anidaban como polen dulce en el interior de flores fétidas, avispado como era entonces) parecías desesperado. Dedicaste todo un párrafo a preguntarme (e increparme) acerca de lo que hacía mientras vos estabas lejos. Que si le escribía a muchos pendejos de tu edad. Que si los deseaba, como vos sabías que te deseaba. ¡Celoso! Como si alguien respondiera mis cartas después de la segunda o tercera. Nadie quiere a un viejo amargado y concienzudo, que ya no se sorprende por nada que le muestren y cada tanto la tiene dura por el mismo desgraciado distante.
Te lo dije. Lo juré. Pero vos creías lo que querías creer. Me dijiste que estaba bien. Que vos tenías tus aventuras y que no te importaba lo que yo metiera en mi cama. La letra se te volvía borrosa entonces, como si hubieras llorado encima del papel, antes de que la tinta terminara de secarse. Maricón. Me pedías instrucciones acerca de cómo tratar con editoriales sin ser un autor financiado por sus propios ahorros. Te costaba hacerlo. Escribías poesía barata, de la que viene adentro de chocolates comprados por enamorados. Luego cuentos oscuros, aquellos que te hacen sudar en una cama helada o eso pretenden, al menos. Por último una novela homo erótica repleta de faltas ortográficas adrede, puesto que el protagonista era un cocinero muy pobre, sin educación primaria siquiera. Me gustaba verme reflejado en el hijo mayor de la familia en la casa que servía, olvidado del mundo, encerrado en su habitación, con sus libros y sus sueños de fantasía heroica. Nunca tuve que preguntarte si realmente basaste tus escritos en mi persona y nuestra relación a distancia. Lo sabía. Me alegraba demasiado que no me pensaras un hombre patético, así que nunca me burlé del amor incondicional que se profesaban tus personajes en la oscuridad, al caer la noche, ni por las cartas que se escribían a escondidas del patrón del muchacho, que le deseaba para mitigar su lujuria.
Vos te fuiste a la metrópoli del país anglosajón que te desvelaba desde niño, en el cual habían nacido los escritores que más admirabas. Te metiste en la boca del lobo, con centavos en el bolsillo y tu sueño de ser escritor. Conociste actores, filósofos de café, periodistas policiales, poetas fracasados sin una publicación en su haber, esposas de industriales con pasados bohemios y profesores de toda clase de cátedras. La mitad de ellos se acostaron contigo al menos una vez.
Coger era tu religión. Me lo contabas intentando parecer divertido, cuando yo sabía que tenías el corazón en un puño. Exigías saber de mis amantes. Te decepcionaba a sobremanera no encontrarme ninguna línea que pudiera indicar que los había, así que insistías en mostrarme que los deseaba aunque no los tuviera, del mismo modo en que te quería a vos. Te dije que estaba bien, yo con mi casa vacía (ni plantas tenía, no hay ser vivo que me soporte) y mis putas ocasionales. Vos con tu largo camino a recorrer, tus poemas y tus cuentos/novelitas sucias, además de esos amantes turbulentos y esas viejas de cuellos flácidos. Eras un caso. Pero estábamos bien. Para mí estaba bien, porque nunca nos vimos cara a cara, jamás te hice mío ni te susurré mis más sinceros afectos al oído mientras que lo hacía, nada de nada. ¿De qué iba a estar celoso? Una vez coincidimos en una ciudad europea. Tu carta me llegó demasiado rápido. Yo olí tu perfume de mujer barata y suspiré, odiándote. Acompañabas a un mal nacido sin talento cuyos libros se vendían a buen ritmo. Para cuando te escribí no me respondiste. Luego explicaste en otro garabato que era más telegrama que otra cosa, que se habían ido demasiado rápido, que escuchaste algo sobre mi conferencia (que se fue a la mierda) y que sería la próxima vez, viejo. Viejo. Esa palabra me dolía en el corazón. Y no porque no lo fuera, sino porque me la decías vos.
No era despectivo, claro que no. Pensabas que era simpático para mí. Ser tu viejito verde, al que le calentabas la polla de lejos, pero jamás se la tocabas, ni en ese entonces, ni ahora que estás muerto y frío, tu cadáver arrastrado por un río repleto de saña francesa. Te me fuiste con unos hijos de puta que –aunque no lo reconocieras-tenían la billetera bien llena (de cuentas a pagar por sus editores y agentes en muchos casos, pero algo es algo en éste negocio,¿no? Y con ese algo podés acostarte con mujeres fáciles y pendejos difíciles de domar monogámicamente, como vos) y podían llevarte al teatro, al cine, a comer bien (algo más que semen caliente). Entonces, entre lágrimas y sábanas oscurecidas por cuerpos bañados en sudor, te diste cuenta de que a esa gente no le importa mucho lo que pase con sus amantes, una vez apagado el ardor del deseo. Es más importante hablar sobre lo que han escrito, hacer alarde moderado del talento, bendecir o maldecir a padres y ex esposas, prometerle lealtad eterna por encima de los cuerpos destrozados en placer al editor o al agente o al corredor de bolsas que sea la mano derecha que les llena, cuando menos de orgullo, el bolsillo. Vos eras sólo otro joven que quería ser escritor. Como ellos lo fueron alguna vez. Y querías la ayuda que pudieran proporcionarte. Pero se te ocurrió darles primero el corazón, pensando que tarde o temprano, tras recibir tamaño gesto te entregarían el de ellos y que así tendrían un vínculo insoldable, de amor, de amistad, de compañerismo, todo en uno solo. Seguías escribiendo para la mierda y los críticos te odiaban, salvo esos que se drogan con caramelos antes de sentarse a escribir una idiotez que la editorial que les paga por hacerlo meterá en la contratapa.
Tus cuentos se volvieron anormalmente pesimistas para un muchacho que ya había superado los veinte años y se estaba preparando para la adultez. Mentira: seguías en los quince, aunque tu pasaporte robado dijera cualquier cosa. Volví a creer que el amor no es un montón de oxitocina acumulada en tus riñones, que te obliga a lamerle la verga felizmente al tipo que te secuestra. Todo por leerte esos intentos fallidos de filosofar, empaquetados en ediciones de tapa blanda que harían reír a un colegial por el dibujo barato que pintó una de tus amantes encima, creyéndose artista, sin cobrarte más que besos, por supuesto. A lo mejor eran las drogas que estaba consumiendo por entonces, que pintaban mi mundo de colores brillantes y hacían que te desprendieras del papel para besarme y poseerme, por muy viejito bribón que fuera. Todo tuyo, entonces. Vos eras una vergüenza de pies a cabeza, pero inflé el pecho y te recomendé a mis editores. Me deshice en elogios. Rogué. Y si te aceptaron, contratándote para escribir tu siguiente novela, fue porque le hice una paja a algún veinteañero soñador, que me creía un maestro zen. ¡Yo! Todavía me río de eso. Con amargura, claro, pero me río. Fue peor que si te hubiera puesto una pistola en la nuca. Fuiste vos mismo el que se disparó, pero el suicidio te lo organicé yo, eso seguro. Eras tan cándido que uno terminaba desinteresado de qué mierda pasaba entre los protagonistas, porque el espectáculo eras vos y tu narración, que se desenvolvía con miles de dificultades, pero se las arreglaba para ceder a tus escasas neuronas y escurrirse sobre el papel, como sangre de un anémico terminal. Te amé como sólo se puede amar a una persona que no se conoce cara a cara, del mismo modo en que algunos aman personajes de ficción o santones. Me masturbaba intentado imaginarte. Siempre acababas siendo un crío en mis brazos. Y yo te violaba. Y a vos te gustaba. Chillabas debajo mío. Me volvías loco. Te escribía demasiado. No encontraba coraje suficiente para enviarte todo lo que surgía de pensar en vos. De haberte visto alguna vez, si eso hubiera pasado, creo que no estaría vivo. Muerto de un paro cardíaco, encima tuyo. Hubieses culpado a mis cigarrillos, las dos cajas diarias que consumo desde que nos conocimos. Probablemente hubieras seguido viviendo para saborear el dolor de perderme y encontrar algún modo de seguir publicando mi obra póstuma, todos esos manuscritos que guardo bajo candado y de los cuales, sólo vos y otro par de gatos locos, conoce la existencia. Habría tenido el gusto de sentir tu semen en mis labios, tu sudor empapando mi boca, tu abdomen endurecido por los abdominales que te obligabas a hacer para no ser como yo (me viste en fotos de mis libros más ensalzados por la crítica, que curiosamente me son indiferentes) contra mi vientre flojo y voluminoso. No solamente aire, tinta, papel y mentiras entre verdades demasiado dolorosas como para ahondar en ellas. Antes de matarte hablabas de cuánta tristeza sentías y te culpabas constantemente por eso. Creías que el ser o no feliz estaba en tus manos, qué ingenuo. Tus amantes no querían más que sexo con vos y cuando te explicaba que era lógico (los amantes aman y punto, no tienen por qué mierda casarse y tener hijitos), enloquecías entre líneas apretadas, hablando sobre tu mucha necesidad de afecto, de un hogar, estabilidad afectiva y económica. Lamentabas haber nacido, haberte fijado como meta escribir (no terminabas tu novela y cada noche, en vez de sentarte delante de la máquina Letter, te ibas a caminar por un puente, que estaba sobre el río que te llamaba en pleno invierno, a zambullirte en sus aguas y olvidar el dolor en toda manifestación), incluso haberme “conocido”. No lamentabas JAMÁS no verme cara a cara. Tus cartas me llegaban borroneadas por el llanto. Siempre era por esos idiotas que conocía de nombre y a los cuales me encontraba en cafés de cuando en cuando. Mi editor me llamó un día, me pidió que fuera a verlo y me tiró a la cara un diario francés, señalándome una pequeña nota en la que se detallaba tu suicidio, como si fueras un ángel caído de Sudamérica por casualidad. Estaba furioso. Tanto dinero gastado en mantenerte y tu manuscrito no estaba acabado y vos estabas muerto, así que no podían reclamarte mierda. De habernos conocido, esa terrible novela estaría terminada y vendida. A lo mejor está bien así. Nunca te dije que escribías mal.

Lena Paranello


Web Lena Paranello

Ésta escritora argentina me agrada. Tiene futuro, y al que diga lo contrario yo le lincho la cabeza. Gracias.

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