"La gente no busca razones para hacer lo que quiere, busca excusas"
William Somerset


5.10.08

Lacrimología (II)

El timbre.


Algo vino a sacarlo, decíamos. El timbre de la puerta, más concretamente. Para entonces, estaba sumergiendo la cabeza y los brazos, alternativamente, en un balde con agua e hielo a partes iguales. Pasar un poco de dolor físico para lavar el dolor de viejecita que lo tiene postrado. La estategia es antigua, no por eso menos efectiva. Verterse café caliente directamente a la garganta, arrancarse un trozo de uña con los párpados sujetos por pinzas, cercenar pequeñas esquirlas de piel de algún lugar bien mullidito… Todo muy inofensivo. Como no le ha gustado demasiado el aspecto que tienen sus glúteos después de la última sesión, el hielo ha resultado ser la mejor idea: una anti-versión cristalina del lodazal negro que tiene dentro. Nada lo llena, nada lo sacia, nada satisface al monstruo. Se impone el siguiente paso, poner hielos nuevecitos directamente en la bañera y depositar dentro su fofo cuerpo de coleccionista. Infringirse un daño que, al menos, dé motivo al llanto. Darse verdadera lástima. Alguien, alguien debería hacerlo por él.

Los hielos haciendo tintín, invitándolo con sorna a unirse a su fiesta, y el timbre que suena. Un acontecimiento extraordinario, dado que el coleccionista, desde que se mudó con sus cachivaches inservibles a este lugar que él llama “cámara de las maravilas” (¡hay que ser pretencioso!), no tiene timbre instalado. Pero el timbre, no hay duda, ha sonado. Con los huevos colgando, los ojos desencajados, los brazos inertes cuajados de vello y piel escamosa, corretea por las esquinas de su cerebro preguntándose si no se tratará de alguna de las cajas de música del siglo XVIII que están en la otra planta. Pero el timbre ha sonado. Es más, vuelve a sonar. Los hielos refulgen con un brillo interior esta vez, en la habitación a oscuras, y el brillo se instala en su cabeza de maniático. Descalzo, recorre el camino a trancas pisando trozos de muñecas, sacos de arena abiertos, vinilos rotos, maderas de alguna antigualla desahuciada, porcelanas en añicos, frascos de formol y partes de los bichos que contenían… Desnudo, descubierto, desarmado. El timbre ha sonado una vez más en su cabeza. Qué timbre, imbécil de mierda. Qué puerta. Qué camino, qué puto pasillo. Qué gramófono enloquecido has dejado enganchado al surco de tu última sesión. Se agarra los huevos, que por primera vez siente en toda su genuina sensibilidad, y se le ponen los ojos blancos: “Más me vale que sean los serbios”.

Bajo la esquirla de luz de la puerta, un par de sombras se desplazan, intranquilas. Luego, otra, más densa, se convierte en un trozo de papel rectangular. Viendo cómo las dos sombras retroceden y desaparecen de la línea blanca, recoge el papel, que resulta ser una hoja impresa, algo sacado de… ¿internet? Desdobla y lee. “Lachrymology”. “Ronald P. Vicent wrote the famous book”… “The art of crying”… Los hielos tintenean aún en su cabeza, agigantando, realimentándose. Al final de la página, con rotulador rojo: “¿Lo quieres?”. El judío, no podía ser otro.

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