"La gente no busca razones para hacer lo que quiere, busca excusas"
William Somerset


11.2.08

El Extraño - H.P. Lovecraft

Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel quevuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones yalucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árbolesdescomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas susramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron... a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, elarruinado y sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esosrecuerdos marchitos cada vez que mi mente amenza con ir más allá, hacia el otro.No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y conaltos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietadoscorredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como depilas de cadáveres de generaciones muertas. Jam ás había luz, por lo que solía encender velas yquedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esasterribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra,sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo sepodía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haberatendido a mis necesidades, y sin embargo no puedo rememorar a persona alguna excepto yomismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, muerciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que,quienquiera me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primerarepresentación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito ydeteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletosesparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasíaasociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores deseres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestroalguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas..., nisiquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablaren voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en elcastillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veíadibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, sol ía pasarme horas enterassoñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleadoallende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que mealejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientestemores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme enun laberinto de lúgubre silencio.Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que enmi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mismanos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda sehundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejorera vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde seinterrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie,seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños;negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero máshorrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvíanno se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de fríome preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo.Antojóseme que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en buscadel antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura meencontraba.De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo ydesesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debia haber ganado laterraza o, cuando menos, algúna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé unobstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre,aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mimano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba,empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance.Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por elmomento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conduc ía a unasuperficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de algunaelevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que lapesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el pisode piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarlacuando fuese necesario.Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, meincorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar porvez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos medecepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanter ías de mármol cubiertas deaborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba quéextraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillosubyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cualcolgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubr ían.La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abr íhacia adentro. Hecho esto, invadióme el éxtasis más puro jamás conocido; a través de unaornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde lapuerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la quenunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños queme separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridadtuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que halléabierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor de precipitarme desde laincreíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable ygrotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahoraestaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí eratan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionanteperspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, extendíase a mi alrededor, almismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos pormedio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastadocapitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que seextendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella esefrenético anhelo de luz, ni siquiera el pasomoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme.No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto air en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser miámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que prosegu ía mi tambaleante marcha, seinsinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sinrumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo parainternarme, lleno de curiosodad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba lapresencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nadoun rápido r ío cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempoatrás desaparecido.Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: unvenerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, dealucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso habíasido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo quese erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés ydeleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exteriorecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré el interior y vi ungrupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás habíaoído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras ten íanexpresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absoluntamente ajenas.Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente ilumindada, a la vez que mi mentesaltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó envenir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podidoconcebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes uninesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todaslas gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y delpánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos setaparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando losmuebles y dándose cotra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numersaspuertas.Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellosespeluznates gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yolo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirirgí a una de las alcobas creídetectar una presencia... un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otrahabitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir lapresencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullidohorrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, comtemplé en toda su horribleintensidad el iconcebible, indescriptible, inenarrable mostruo que, por obra de su mera aprarición,había convertido una algre reunión en una horda de deliriantes fugitivos.No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo quees impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra depodredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez dealgo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de estemundo -o al menos había dejado de serlo-, y sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude veren sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminisencia deformas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que meestremecía más aún.Estaba casi paralizado, poro no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: untropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me ten ía apresado el monstruo sin voz ysin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, senegaba a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Tratéde levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió porentero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y,bamboléandome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto laangustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión deoír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétidaimagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto, mis dedos tocaron la extremidad putrefactaque el monstruo extendía por debajo del arco dorado.No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí,a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y susárboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación quese erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En elsupremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo sedesvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal yexecrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo demármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lolamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a losfantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el d ía juego entre las catacumbas deNefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es paramí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría,salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y sin embargo en mi nueva y salvajelibertad, agradezco casi la amargura de la alienación.Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño aeste siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos haciaesa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extend í mis dedos y toqué unafría e inexorable superficie de pulido ... espejo.

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