Era de noche en el pequeño poblado olvidado de Cinco Saltos, tierras secas del
sur que me vieron nacer, crecer y escupir sus horrendas calles; no soy más que el
frustrado, el abandonado, la sombra del que fui, el reflejo de lo que nunca quise
ser. Estoy seguro que algunos idiotas se reirán del nombre de esta ciudad, pero
créanme cuando les digo que las Iglesias no consiguen muchos clientes para sus
plegarias, el misterio de sus calles está impregnado de lágrimas de sangre, pues
la muerte se siente en el aire y se escucha en el estrepitoso chillido de los pájaros
que conocen los secretos de sus oscuros habitantes. La felicidad ha sido siempre
causa de largas historias de tragedia, la envidia corre en caudales de mirada a
mirada. Las construcciones antiguas de a principios de siglo albergan misterios
aún más oscuros que la noche invernal y las enigmáticas coincidencias de su
ubicación aterran a los sabios científicos que la visitan; confieso que la mayor
parte de los pobladores no mantiene su naturaleza humana intacta, muchos ya
han sucumbido ante los pedidos de las fuerzas del exterior y trabajan ahora para su regreso (Dios salve el destino de esta ciudad maldita!).
Caminé recordando la vieja juventud de años claros y me encontré nuevamente
en esa esquina donde todavía niño y jovial disfrutaba la amistad, tan escasa en los años posteriores. Allí vivía una vieja señora de cabellos blancos que de vez en
cuando gritaba, sabe Dios en que idioma, plegarias al cielo; y contrariamente a su locura más de una vez nos invitó pan caliente y tortas fritas, ofrendas que
aceptábamos ante nuestro temor inocente generado por la sonrisa macabra de la vieja.
El desierto de la noche en el centro de la ciudad sufría una peligrosa
amalgama ante mis ojos nublados de recuerdos, una mezcla de peligro y
melancolía que confundía mis sentidos, las sombras parecían caminar detrás de
mi como esperando el momento exacto para abalanzarse sobre lo único que me
queda, pero ni siquiera ellas se atreverían a caminar en estas calles, lo sé muy
bien. El frío llegaba a mis huesos cuando llegué a la plaza central, un par de
rostros irritantes me dieron la bienvenida, algunas cosas nunca cambian, al menos eso pensé en ese momento. Saqué mi cigarrillo y lo encendí con el herrumbroso encendedor del estúpido que se fue con mi novia, observé cautelosamente los ojos grises que a los lejos me vigilaban y entendí que el final se acercaba, y aunque parece extraño era lo que buscaba hace años.
Después de unas cuadras pude divisar una figura blanca, casi luminosa, que
flotaba delante de mí como escapando de mis ojos. Y al acercarme comprendía al fin su huida, y me enamoré inevitablemente de sus ojos y su sonrisa, era
simplemente hermosa; delgada de delicados rasgos asimétricos que dibujaban su bello cuerpo cubierto de velos blancos encimados que apenas la protegían del frío. Mi cuerpo se debilitaba cada vez más en su cercanía, el frío ya no era
impedimento pues los sentidos uno a uno desaparecían, y ella me alcanzó en lo
profundo de mi corazón. Acarició mi rostro áspero y rozó con su dedo mi barbilla cuando esbozó su sonrisa devastadora incitando algo más que un juego peligroso, algo me decía que esa era la última vez que iba a respirar, pero una aventura no se rechaza tan fácilmente... Y la perseguí calle tras calle hasta que en los círculos de la intrincada planeación urbana me perdí en el límite oeste, donde el sol muere, donde yo posiblemente encontraría mi final también.
Otra vez me sentí observado, los pájaros volaron repentinamente huyendo del
peligro fatal que me acechaba. Lentamente giré mi cabeza y observé por sobre mi hombro derecho la bestia que pretendía ser mi verdugo, el feroz perro lanzaba un estruendoso ladrido que penetraba en mis tímpanos paralizando todo mi ser, mi temor y su furia eran separados por una débil reja que parecía querer abrirse para deleitarse con la sangrienta masacre que me esperaba. Pensé en tratar una escapatoria audaz pero tristemente desistí de mi raciocinio erróneo que me conduciría a la muerte. El silencio sorpresivo dejó escuchar la melodía fúnebre que el viento interpretaba cuando se escabullía entre los árboles para ser testigo de mis últimos gritos. Y cuando pensé en dejar de respirar y aceptar el destino, una persona salió de la casa que refugiaba a aquella bestia y la calmó con unas pocas palabras, y con la misma comprensión me invitó a pasar.
En aquel lugar sencillo y acogedor parecía recordar una vieja vida que estaba
encerrada en los oscuros calabozos de la memoria, una vida de amigos, de
alegrías y camaradería. Pronto me invitaron un trago y comencé mi fantástico
relato de cómo llegue a ese maravilloso lugar, simple en estructura y asombroso
en energía. Y entre sonrisas y confianza fueron inevitables las bromas, pues aquel ángel de vestidos blancos que creí haber visto también visitaba el lugar.
Sin poder reprimir más mi curiosidad y mi deseo de permanecer con ése ángel
pedí a uno de los tantos decrépitos anfitriones que por favor me informaran el
momento exacto cuando dejé de respirar... pues por fin el secreto de mi ciudad
fue revelado, hace tiempo lo sospechaba.
Las oxidadas bisagras de los portones viejos resonaban burlonas ante mi apacible sorpresa, pero otra vez pude volver a sonreír en la oscuridad del nirvana, cómplice de mis verdugos volví a sentirme vivo como nunca antes pude.
Con respecto al ángel del que me he enamorado, caminamos juntos buscando a
los espíritus perdidos...
"La gente no busca razones para hacer lo que quiere, busca excusas"
William Somerset
11.11.07
El ángel - José Sepulveda
Etiquetas:
literatura,
subcultura gótica
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